jueves, 26 de mayo de 2011

Las piedras que llevas en la espalda

Ante nada quiero que sepas que me dolió esa analogía que estableciste entre mi actitud ante la vida y aquellos que quiero con un Pilar. Pero cuando salí de la consulta me fui a tomar un café a ese sitio que me gusta y me estuve un buen rato reflexionando, por escrito, como tú me dices que se debe hacer.
Y llegué a una conclusión. Decidí aceptar el reto de que yo soy merecedero de que me llames por mi propio nombre, y no por Pilar, aunque he de decirte que tardé unos cuantos días en idear cómo.
Como ya te dije, sufro de dolores de espalda y claro, debe ser de soportar tanto peso. Peso de los demás. Peso que no es mío.
Así que comencé a imaginarme pasando por la vida cargada de un saco de piedras. Es un saco similira a los petates militares que tenía mi hermano cuando hacía la mili. Te he de decir que conozco mejor este saco que muchos militares, llevo toda la vida conviviendo con él.
Por un momento me vi arrojando el saco muy lejos y notando como mi espalda se sentía libre al fin. Pero ya tengo una edad para engañarme, sé que mi espalda ya había vivido eso anteriormente y que al final añoraría el peso y volvería para buscarlo. Lo conocido da seguridad, dicen.
¿Qué hacer? No quiero llevar un peso muerto que no me pertenece, pero me mataría echarlo de menos.
Tú me dijiste que la costumbre no es más que una repetición de conductas hasta que esta se interioriza, ¿verdad?
Así que si eso es cierto yo puedo aprender costumbres nuevas, que ocuparan el sitio de las viejas.
El domingo tomé mi libreta, un boli y una piedra y me fui a la playa. Me senté en la arena y escribí cómo era una de las "piedras" que cargaba a mi espalda. Me recreé en los detalles ya que la ocasión lo merecía. Iba a ser la última vez que dedicaba mi atención, mi tiempo, a pensar en esa piedra.
Cuando acabé cerré los ojos. Confieso que lloré un ratito, corto, intenso, suficiente. Arranqué la pagina de la libreta y la utilicé para envolver la piedra. Me levanté y me acerqué todo lo que pude al agua. Durante unos segundos sostuve por última vez la piedra en mi mano, notando su peso, y decidí que ese peso no lo iba a llevar más en mi espalda.

No noté un gran cambio cuando arrojé la piedra al mar tan lejos como pude. Tal vez el cambio se produjo antes, aunque la verdad no me importa. Lo que realmente me importa es que desde entonces me siento un poco mejor. Más ligera. Supongo que así, mi espalda se podrá ir acostumbrando al nuevo peso más liviano, de manera gradual, de la misma forma que se acostumbró a llevar más peso.
Tal vez el cambio llegue definitivamente el día que decidas dejar de llamarme Pilar.