Un día te levantas y decides vivir.
Y te concentras en vivir, en disfrutar, en sentir. Piensas
en lo que te importa. Y cuando quieres darte cuenta, ya has tomado aquella
decisión que antes tanto te agobiaba tomar. Y sin agobiarte.
¿Cómo lo has hecho?
Tal vez lo más duro es que no lo sabes realmente. Tienes una
sensación contradictoria, por un lado sientes el alivio de haber decidido, pero
por otro lado no puedes evitar cierta angustia porque realmente no sabes cómo has
llegado a tomar la decisión.
¿Puede significar eso que estés condenada a repetir el mismo
proceso cada vez que te angustie una decisión?
Repasa tus últimos días, tus últimas semanas. ¿Qué has hecho
hasta ahora?
Al principio pensaste mucho, hiciste muchas valoraciones,
listas de pros y contras, preguntaste obsesivamente a todos tus allegados, y
más tarde a todo el mundo que se te acercaba. Comenzaste a notar que perdías el
apetito, luego el sueño y finalmente te volviste incompetente en aquellas cosas
que antes hacías de memoria. Decías que tenías como niebla en el cerebro.
Así fue hasta que un día alguien te puso firme: “Será una
porquería de decisión la que acabes tomando, ya que estás dedicando demasiado
esfuerzo y finalmente no valdrá la pena el precio que pagarás”
Entonces abriste los ojos. Y decidiste vivir. Si el precio
era demasiado elevado, entonces podías perder tu vida. ¿Recuerdas? Esa es la
clave. Ahora es evidente que ya lo has visto.
No puedes decidir sin vivir. Ni vivir sin decidir.