Las relaciones que mantenemos han de basarse en el respeto. Pero estas relaciones aportan poca chispa, poca ilusión, poca diversión, dicen los que saben sufrir.
De todas las parejas disfuncionales o con poca salud emocional una de las que más me llama la atención es aquella que se comporta siguiendo la dinámica que tiene un ludópata con el amor de su vida: la máquina tragaperras.
Hay quienes se manejan en esto de la ludopatía al modo antiguo: Tienen una relación con la máquina del bar al que siempre van. Es una relación de lealtad, no de fidelidad con la máquina, por supuesto la máquina prueba con muchas otras personas que estén dispuestas a probarla. La lealtad del jugador con esa máquina se manifiesta por la atención que le dedica siempre que entra al bar, hasta el punto que sabe cómo está en cada momento, dedicando ingentes cantidades de energía a la elaboración de teorías sobre cuándo está a punto de dar premio y qué hay que hacer para que te lo dé.
Como las máquinas son así, caprichosas, el jugador no gana siempre (por no decir casi nunca) y se va frustrado, rabioso, impotente... pero tarde o temprano vuelve, porque una vez ganó. Sabe que lo puede hacer perfecto para volver a ganar, para que conseguir que la relación vaya bien, aunque sólo sea por un instante: ESE INSTANTE, en el que sabe que lo hizo todo perfecto y que el mérito del premio (porque el amor de las tragaperras se mide en las monedas que te da) es todo suyo.
Y se va, dejándola a ella sola en el bar, disfrutando del sabor de la victoria, de la sensación de control, de que las cosas han sucedido como él deseaba... pero sabe que mañana el proceso azaroso de la máquina volverá empezar y si quiere nuevamente su cariño, tendrá que apostar su salud.
Una vez más la vida y sus oportunidades pasarán de largo mientras él sigue distraído intentando controlar una relación imposible.
Ahora pensad en una relación, da igual de qué tipo, pareja, amistad, familiar o profesional, e imaginad quién juega a controlar y quien juega a ser controlado.
¿Habrá ganador?