En un pozo profundo vivía una colonia de ranas. Tenían sus costumbres, encontraban su alimento, y croaban a gusto haciendo resonar las paredes del pozo en toda su profundidad. Estaban protegidas por su mismo aislamiento, viviendo en paz, y sólo tenían que tener cuidado con el cubo que, de vez en cuando, alguien echaba desde arriba para poder sacar agua del pozo. Daban la alarma en cuanto oían el ruido de la polea, sumergiéndose bajo el agua y apretándose contra la pared. Allí esperaban, conteniendo la respiración hasta que el cubo lleno era izado y pasaba el peligro.
Pero a una rana joven se le ocurrió ver en el cubo una oportunidad y no un peligro. Allá arriba se veía algo así como una claraboya abierta, que cambiaba de aspecto según fuera de día o de noche, en la que aparecían sombras y luces, formas y colores que le hacían presentir que allí fuera había algo digno de conocerse. Y, sobre todo, estaba el rostro con trenzas de aquella figura bella y fugaz que aparecía por un momento sobre el brocal del pozo al arrojar el cubo y recobrarlo todos los días en su cita sagrada y temida. Había que conocer aquello.
La joven rana habló de salir del pozo, pero todas las demás se le echaron encima:
- Eso nunca se ha hecho. Será la destrucción de nuestra raza. El cielo nos castigará. Te perderás para siempre. Nosotras hemos sido hechas para estar aquí y aquí es donde nos va bien. Fuera del pozo no hay más que destrucción absoluta. Que nadie se atreva a violar las sagradas leyes de nuestros antepasados. ¿Es que una rana jovenzuela puede saber más que ellos?
La joven rana espero pacientemente la siguiente bajada del cubo. Colocándose estrategicamente, dio un salto en el momento en que el cubo comenzaba a ser izado y entró en él, ante el asombro y horror de toda la comunidad batracia.
El consejo de ancianos excomulgó a la rana prófuga y prohibió que se volviera a hablar de ella. Sobre todo había que salvaguardar la seguridad del pozo y de quienes moraban en él.
Pasaron los meses sin hablar de ella y sin que nadie la olvidara. Un buen día se oyó un croar familiar en el brocal del pozo. Las ranas, curiosas, vieron recortada contra el cielo la figura de la rana aventurera. A su lado apareció la figura de otra rana y a su alrededor se agruparon siete pequeños renacuajos. Todas miraban sin atreverse a decir nada, cuando la rana habló:
- Aquí arriba se está maravillosamente. Hay agua que se mueve, no como allá abajo donde vivís, y unas fibras verdes y suaves que salen del suelo, entre las que da gusto moverse y donde hay multitud de bichos sabrosos y variados. Cada día se puede comer algo diferente. También hay ranas de muchos tipos distintos y son muy buenas. Yo me he casado con esta que está a mi lado. Tenemos siete hijos y somos muy felices. Aquí hay sitio para todas, porque esto es muy grande y nunca se acaba de ver lo que hay allá a lo lejos.
Desde abajo las fuerzas del orden advirtieron a la rana que si bajaba sería ejecutada por alta traición. Ella dijo, sorprendida, que no pensaba bajar, y que les deseaba que lo pasaran bien. Luego se marchó con su compañera y los siete renacuajos.
Abajo en el pozo hubo mucho revuelo después de esta visita. Algunas ranas quisieron comentar esta propuesta, pero las autoridades las acallaron enseguida, y la vida volvió a la normalidad de siempre, en el fondo del pozo.
Al día siguiente, por la mañana, la niña de las trenzas rubias se quedó asombrada cuando, al sacar el cubo con agua del pozo, vió que estaba lleno de ranas.