Una tarde me invitaron a casa de unos conocidos a cenar. Era una casa modesta en una típica zona industrial de California. Los otros ocho o diez invitados, a los que casi no conocía, y yo estábamos sentados en la sala de estar, bebiendo ginebra y bourbon y tomando un aperitivo. La conversación, al principio vacilante, se volvió más animada conforme nos fuimos conociendo y encontrando temas comunes. La bebida indudablemente también nos ayudó.
Finalmente apareció la anfitriona y nos invitó a pasar al comedor para cenar; se trataba de un bufete. Al entrar en la habitación me di cuenta con sorpresa de que había un caballo marrón tranquilamente sentado en la mesa del comedor. Aunque era pequeño para ser un caballo, ocupaba gran parte de la misma. Cogí aire pero no dije nada. Fui el primero en entrar, así que pude girarme y mirar a los otros invitados. Ellos respondieron igual que yo: entraron, miraron al caballo, se asustaron o miraron fijamente, pero no dijeron nada.
El anfitrión fue el último en entrar. Dejó escapar un grito mudo, mirando fijamente del caballo a cada uno de los invitados con una mirada de espanto. Su boca pronunciaba sonidos sordos. Con una voz llena de confusión nos invitó a servirnos nuestros platos. Su mujer, igual de desconcertada por lo que era claramente un caballo inesperado, señaló el nombre de las tarjetas que indicaban cuál era el sitio de cada uno.
La dueña de la casa me acompañó al bufete y me pasó un plato. Nosotros se pusieron detrás de mí, todos callados. Me serví arroz y pollo y me senté en mi sitio. Los demás hicieron lo mismo.
Estaba encogido, allí sentado, intentando evitar acercarme demasiado al caballo, mientras hacía como si no estuviera allí. Mi plato estaba fuera del borde de la mesa. Los demás encontraron otras maneras de evitar el contacto físico con el caballo. Los dueños de la casa parecían tan incómodos como el resto. La conversación decayó. Cada cierto tiempo alguien decía algo intentando revivir la agradable e intrascendente conversación anterior, pero la desbordante presencia del caballo llenaba nuestro pensamiento de tal manera que hablar de impuestos o de política o de escasez de lluvia parecía irrelevante.
Se acabó la cena y la anfitriona trajo café. Puedo recordar todos los platos, pero no recuerdo haber probado bocado. Bebimos en silencio, intentando no mirar al caballo, pero incapaces de tener nuestros ojos o nuestros pensamientos en ningún otro lugar.
Pensé varias veces en decir: “¡Hey! ¡Hay un caballo en la mesa del comedor!”. Pero casi no conocía al dueño de la casa, y no quería hacerle sentir incómodo mencionando algo que, obviamente, le incomodaba tanto como a mí. Después de todo, era su casa. Y ¿qué le dices a un hombre que tiene un caballo en la mesa del comedor? Podría haber dicho que no me importaba, pero no era cierto, su presencia me molestaba tanto que no disfruté ni de la cena ni de la compañía. Podría haber dicho que sabía lo difícil que era tener un caballo en la mesa del comedor, pero tampoco era cierto, no tenía ni idea. Podría haber dicho algo como “¿cómo te sientes teniendo un caballo en la mesa del comedor?”, pero no quería parecer un psicólogo. Quizá, pensé, si lo ignoro se marchará. Por supuesto sabía que no lo haría. No lo hizo.
Más tarde supe que los anfitriones esperaban que la cena fuera un éxito, a pesar del caballo. Pensaron que mencionarlo nos hubiera hecho sentir tan incómodos que no habríamos disfrutado de la visita. Por supuesto que, de todas maneras, no la disfrutamos. Tenían miedo de que intentáramos ser comprensivos con ellos (eso era algo que no querían) o que les entendiéramos (cosa que necesitaban pero no reconocían). Querían que la fiesta fuera un éxito así que intentaron hacer la noche lo más agradable posible. Pero estaba claro que, al igual que los invitados, casi no podían pensar en otra cosa que no fuera el caballo.
Yo me disculpé poco después de la cena y me fui a casa. La noche había sido horrible. No quería volver a ver a los anfitriones nunca más, aunque estuve tentado de buscar a los otros invitados para saber cómo se habían sentido. Yo me sentía confundido por lo que había ocurrido y muy tenso. La verdad había sido grotesca. Después de aquello evité cuidadosamente a los dueños de la casa e intenté estar lejos de su vecindario.
Al tiempo me encontré con un anciano gurú a quien había acudido en ocasiones en las que buscaba respuestas. Al verle le pregunté, cómo tantas otras veces, “Padre, quiero saber qué siente una persona que está muriendo cuando nadie habla con ella, ni nadie está abierto a permitirle que ella hable sobre su muerte” Pensé que esta vez no sería diferente, y no me respondería.
El anciano estaba callado. Como no me pidió que me marchara, me quedé. Aunque estaba contento, me daba miedo que él no quisiera compartir su sabiduría conmigo, pero finalmente habló. Las palabras fluían lentamente.
“Hijo mío, es el caballo en la mesa del comedor. Es un caballo que visita todas las casas y se sienta en la mesa de todos los comedores, en la de los ricos y en la de los pobres, en la de los simples y en la de los sabios. El caballo simplemente se sienta allí, pero su presencia hace que uno tenga ganas de marcharse sin hablar de él. Si te marchas siempre temerás la presencia del caballo. Cuando se siente en tu mesa desearás hablar de él pero no podrás.
Sin embargo, si hablas de caballo descubrirás que los demás también pueden hablar de él -la mayoría al menos- si eres amable y agradable al hacerlo. El caballo quedará en la mesa del comedor, pero tú no estarás abrumado. Disfrutarás de la comida y de la compañía de los anfitriones. O si se trata de tu mes, disfrutarás de la presencia de tus invitados. No puedes hacer magia para que desaparezca el caballo, pero puedes hablar de él, y por lo tanto, puedes hacerlo menos poderoso.”
Entonces se levantó el anciano e indicándome que le siguiera, se dirigió lentamente hacia su cabaña. “Ahora comeremos”, dijo sosegadamente. Entré en la cabaña y me costó adaptarme a la oscuridad. El gurú se dirigió a un armario que había pan y queso y lo puso encima de una esterilla. Me invitó a sentarme y compartir su comida. Vi un pequeño caballo sentado tranquilamente en el centro de la esterilla. ÉL se dio cuenta y dijo., “el caballo no nos molestará”. Yo disfruté la comida. Nuestra conversación duró hasta bien entrada la noche, mientras el caballo permaneció sentado tranquilamente todo el tiempo que estuvimos juntos.