Cuenta la leyenda que en la península de Anatolia había un monasterio en el que tenían un nudo que no había conseguido deshacer nadie. Se decía, por entonces, que quien consiguiese deshacerlo sería el conquistador del mundo.
Allí llegó Alejandro Magno, después de varias victorias extraordinarias y que ya había sido declarado como dios en alguna de sus conquistas, como por ejemplo en Egipto. La leyenda del nudo gordiano llegó a oídos de sus generales que decidieron aprovecharla para allanarse el camino en las siguientes batallas. Si Alejandro conseguía deshacer el nudo, sus futuros enemigos tendrían más miedo a presentar batalla.
Por tanto lo llevaron al monasterio, donde se enfrentó al dichoso nudo. Os podéis imaginar la escena, rodeado de sacerdotes y de sus generales, atentos todos a cada uno de sus intentos. Unos, deseosos de que consiguiese deshacerlo, otros esperanzados de que no lo lograra, ya que si eso ocurría, se pondría fin a la leyenda.
Alejandro, debía estar agobiado por tener que salir triunfador de una situación que no había buscado, y bajo la presión de las expectativas y deseos de los que le observan.
Desde luego, cuando hay un nudo que no han conseguido deshacer antes muchos otros, debe ser por algo... Parece que Alejandro no debía ser tan Divino a pesar de la proclamación de algunos interesados sacerdotes y de la educación tutelada por Aristóteles, ya que no conseguía deshacer el nudo. Podía ver la satisfacción de los monjes y la decepción de sus generales.
Pero uno puede no ser divino y sí ser capaz de pensar con rapidez y buscar alternativas creativas en situaciones de crisis. Esta fue la gran capacidad de Alejandro Magno.
De forma que, en un solo gesto, desenvainó y cortó el nudo con su espada. El nudo cayó al suelo.
Desde luego las interpretaciones de los generales y de los monjes difirieron profundamente, pero lo cierto es que el nudo había pasado a ser historia. No podía rehacerse.
La pregunta que me hago yo es, ¿Por qué no somos capaces de hacer lo mismo con los nudos emocionales?