martes, 8 de marzo de 2011

De repente, una crisis


A nosotros puede no parecérnoslo, pero el protagonista de esta historia es un hombre satisfecho con su vida. Después de muchos esfuerzos ha conseguido lo que se proponía, aquello que siempre deseó. Ha logrado que su vida esté perfectamente controlada a través de una serie de rutinas que le permiten mantener la incertidumbre a niveles cercanos a cero.
Su expresión emocional es plana, átona, como si deambulase por la vida con indiferencia, casi con apatía, sin expresar emociones y mucho menos ninguna ilusión. No debemos olvidar que ya ha conseguido lo que se proponía. Para los demás, con los que coincide en determinados momentos de  su vida, es una especie de constante, alguien que está en el entorno y que cumple su función sin retrasos. No es más que una sombra, alguien a quien recuerdan sólo en determinados momentos en que están obligados a interaccionar con él.
Para que la historia avance es necesario que este transitar controlado por la vida se derrumbe, y para ello es preciso que suceda un acontecimiento inesperado, que nadie, y mucho menos nuestro protagonista, puede prever.
Un encuentro casual, una crisis de ansiedad, un diagnóstico fatal, escuchar voces, descubrir una infidelidad, la muerte de alguien querido (o no), jubilarse, que le toque la lotería, o lo que sea, da igual lo que ocurra, sobre todo si el espectador es un psicoterapeuta, porque nosotros sabemos que la crisis es muy necesaria para que la historia avance, y que lo que menos importancia tiene es el factor precipitante.
El factor precipitante, el pretexto, la excusa cinematográfica  es aquello que el director o el guionista, si son buenos, utilizan como punto de apoyo para explicar lo que realmente quieren explicar. En el argot cinematográfico  a esta argucia se le llama “MacGuffin”, término que utilizó por primera vez Alfred Hitchcock en su famosa entrevista con Truffaut.
A partir de aquí podremos asistir a los denodados intentos del protagonista para encontrar soluciones rápidas, ¿mágicas?, que le permitan recuperar su añorada vida homeostática y la sensación de control absoluto de su vida.
Nosotros sabemos que es conveniente que no lo consiga enseguida. Es necesario que se anime a buscar fuera de su campo de seguridad, para que pueda encontrar información nueva que realmente le permita dar el necesario vuelco a su vida. Mientras lo consigue, el actor que interpreta a este sufrido protagonista, nos brindará la posibilidad de contemplar todo el repertorio de emociones complejas por el que pasa aquel que se siente perdido y no sabe qué es lo que busca, y por tanto no entiende aquello que encuentra.
Como terapeutas deseamos que dé ese vuelco tan necesario en su vida, pero el protagonista no sabe qué es lo que realmente necesita. ¿Cuándo lo sabrá? Lo sabrá en la medida que su oxidado cerebro vaya adaptándose a la nueva información que obtiene del nuevo caos vital que se presenta ante él. Veremos que al principio da palos de ciego, repitiendo más de lo mismo, pero poco a poco intenta cosas distintas,  y ello le permite obtener nueva información para entender cómo se siente y avanzar de manera más segura, con propia convicción.
A partir de aquí los cambios se suceden de forma vertiginosa, algunos son deseables, otros no, pero sabemos que al final, lo mejor estará por llegar, porque hasta nosotros necesitamos saber que las cosas acaban bien. Esto es algo que el propio Alfred Hithcock decía, “no se puede defraudar al público”. 
Es posible que tú, lector, mientras leías el texto anterior,  tuvieses en mente alguna de las películas que has visto. Pudiera ser Gente corriente (Robert Redford, 1980), Mejor imposible (James L. Brooks, 1997),  Más extraño que la ficción (Marc Foster, 2007) o El erizo (Mona Achache, 2009), por citar algunas.