lunes, 21 de mayo de 2012

Decidir al margen de la propia vida


Un día te levantas y decides vivir.
Y te concentras en vivir, en disfrutar, en sentir. Piensas en lo que te importa. Y cuando quieres darte cuenta, ya has tomado aquella decisión que antes tanto te agobiaba tomar. Y sin agobiarte.
¿Cómo lo has hecho?
Tal vez lo más duro es que no lo sabes realmente. Tienes una sensación contradictoria, por un lado sientes el alivio de haber decidido, pero por otro lado no puedes evitar cierta angustia porque realmente no sabes cómo has llegado a tomar la decisión.
¿Puede significar eso que estés condenada a repetir el mismo proceso cada vez que te angustie una decisión?
Repasa tus últimos días, tus últimas semanas. ¿Qué has hecho hasta ahora?
Al principio pensaste mucho, hiciste muchas valoraciones, listas de pros y contras, preguntaste obsesivamente a todos tus allegados, y más tarde a todo el mundo que se te acercaba. Comenzaste a notar que perdías el apetito, luego el sueño y finalmente te volviste incompetente en aquellas cosas que antes hacías de memoria. Decías que tenías como niebla en el cerebro.
Así fue hasta que un día alguien te puso firme: “Será una porquería de decisión la que acabes tomando, ya que estás dedicando demasiado esfuerzo y finalmente no valdrá la pena el precio que pagarás”
Entonces abriste los ojos. Y decidiste vivir. Si el precio era demasiado elevado, entonces podías perder tu vida. ¿Recuerdas? Esa es la clave. Ahora es evidente que ya lo has visto.
No puedes decidir sin vivir. Ni vivir sin decidir.