Nuestra protagonista creció en una familia donde los padres
fomentaban la comunicación, compartir lo que se pensaba y lo que se sentía,
ayudar al otro sin pedir nada a cambio y a basar el crecimiento personal en el
esfuerzo y en tener los objetivos claros, respetando los deseos de cada uno por
poco entendibles que pudieran resultar.
En un entorno tan cálido nuestra amiga encontró las
posibilidades para crecer y superarse, de manera que teniendo claro que si
sabía escoger los retos, podría conseguir lo que se propusiera.
Tuvo relaciones sanas, de todas guardaba un buen recuerdo, y
la última que ha tenido parecía ser del mismo tipo.
Ella no había dejado de ser ella misma, incluso, si
preguntásemos a los que más la querían, había llegado a ser más ella misma que
antes. Pero no era feliz. No estaba nada satisfecha. Nadie lo entendía, y ella,
mucho menos
Pero se dio cuenta que ella, a pesar de ser mucho más ella
que antes, no estaba cómoda. Al contrario, se sentía incómoda. Había perdido el
apetito, dormía mal, estaba irritable y tenía ansiedad.
¿Cómo es posible que una persona afortunada se sienta así? ¡Si
lo tiene todo para ser feliz! Buen trabajo, una casa en la que vivir, padres,
amigos, y pareja que le querían…
“Si no estoy cómoda no puedo ser afortunada”
Un día tomó una decisión. Se detuvo a pensar. Valoró todas
las posibilidades, todas las opciones, y llegó a la conclusión de que sólo
podía estar pasando una cosa: Si el mundo se rige por equilibrio –
desequilibrio, el hecho de que yo esté incómoda debe estar produciendo la
comodidad de alguien.
Y buscó. Se tomó su tiempo para descubrir quien en su
entorno se aprovechaba de su incomodidad para conseguir una mayor comodidad. En
pocas palabras, quien se aprovechaba de ella.
Y lo encontró. Se lo hizo saber. Le propuso cambios que no
fueron aceptados. Cuando se dio cuenta de que la comodidad de los dos no era
posible tomo una decisión: lucho por la suya. Fue acusada de egoísta, y no
pocas veces, pero ella sabía que sólo era afortunada…